La aldea de Brashlyán, (en español hiedra), sigue empecinada en no cambiar, a diferencia de tantísimos lugares del país despersonificados por el uso desmesurado del hormigón. En esa localidad no se pueden ver ni remotamente vallas publicitarias, tenderetes ni chiringuitos de venta de cerveza y parrilladas. La tienda de venta de productos sólo abre previa solicitud. En esa aldea no hay ni siquiera un restaurante.
Cuando más animación reina en esa aldea búlgara es en verano. Es el período en que suelen afluir turistas de los próximos centros de veraneo marítimos para darse un paseo, por un día, por el pueblo. Otros paran, los fines de semana, en las casas de huéspedes. Vistas por fuera, éstas no difieren ni un ápice de las típicas para la montaña ае Strandzha, pequeñas casas de madera, pero en su interior se ofrecen todas las comodidades modernas.
Lo que caracteriza a las casas de esa región suroriental de Bulgaria es que son de dos pisos e inusualmente alargadas. Además, se han construido sin contar con ninguna clase de cimientos: están directamente hincadas en la tierra. La primera planta es un sólido muro pétreo, que ha incorporado vigas de madera para hacerlo más resistente a terremotos. La segunda se encuentra revestida toda de planchas de roble, articuladas unas a las otras de forma magistral, sin el uso de ningún clavo.
“Siete de las casas han sido declaradas monumentos culturales, y entre ellas está la de mi abuela. Se les hizo el respectivo levantamiento por el Departamento de Patrimonio Cultural y no se nos permite alterar cualquier cosa en su apariencia. La idea es conservar el estilo de esa hermosa aldea etnográfica y por esto las obras de construcción de toda casa nueva han de hacerse conforme la tradición”, dice Donka Ivanova, guía de los turistas en la casa−museo etnográfico de Brashlyán, a los cuales ofrece detalles curiosos sobre la vida y costumbres de sus antepasados.
En la sala de estar, en la segunda planta, se puede ver la “bisabuela” de las modernas andaderas infantiles: un artilugio de madera en el cual se ponía al bebé para que no se aproximara al fogón. Solamente en esa aldea las casas iban dotadas de un pasillo exterior, en forma de terraza techada y en cuyo extremo se situaban unos aseos, que eran una comodidad extraordinaria en aquellos duros tiempos.
Ya en la entrada a la aldea se pueden ver la vieja iglesia de San Demetrio y la escuela monástica donde se formaban los niños de la aldea, convertida esta última en museo. En esa escuela, en el año 1871, el maestro Pétar Kiprilov comenzó a enseñar a sus alumnos, que eran exclusivamente varones de 9 a 13 años de edad. La formación duraba un par de años.
“El primer año de estudios era obligatorio para todos, el segundo era optativo, y de quienes seguían formándose, se consideraba que serían más y mejor instruidos y capaces de ocupar un cargo eclesiástico −explican Stanka Búkleva, vecina de la aldea−. El primer maestro, Pétar Kiprilov, pidió que los padres enviaran a la escuela pieles de cabra u oveja para que los alumnos se sentaran en ellas en vez de hacerlo directamente en el suelo. Pedía asimismo a los propios niños llevar a la escuela unos objetos auxiliares en forma de nueces, avellanas o almendras para usarlos como calculadoras. El maestro exigía que delante de cada educando se colocara una pequeña caja llena de arena, pero cuando había necesidad de escribir alguna palabra, el maestro inventó una pizarra encerada, que se recalentaba en el fogón para que se ablandara la cera y luego los niños, empleando clavos, escribieran en ella”.
Este verano, por la pandemia de coronavirus, el número de quienes visitan la aldea de Brashlyán ha ido mermando. Se nota, sobre todo, la ausencia de grupos organizados de turistas extranjeros. No obstante, dos veces a la semana llegan allá turistas británicos, franceses y rusos, veraneantes en los cercanos balnearios marítimos. El mayor atractivo es el que tienen las verbenas organizadas por las abuelas lugareñas en el patio de una de las casas etnográficas. Estas acogen a los visitantes ataviadas con trajes típicos, cantando y con tambores, y suelen hacer exhibiciones de diversas labores tradicionales. Tejen, cardan lana, cuentan historias, hacen conjuros a los visitantes y todo acaba en una danza típica joró, que todo el mundo baila bajo el despejado cielo estival.
Versión en español por Mijail Mijailov
Fotos: Veneta Nikólova
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